Adolorido, entumecido y todo dando
vueltas a mí alrededor. Ese era el primer recuerdo y único que tenía. No sabía cuándo
ni cómo había llegado hasta allí. Todo se resumía a ese instante cuando abrí
los ojos y vi un techo blanco lleno de luces. Una cortina de plástico blanco
que me aislaba del exterior. Llevaba puesta una horrible bata verde, parecía de
papel y transparentaba absolutamente todo. Mis manos estaban atadas a unos
barrotes de la cama, por mucho que forcejeé no conseguí liberarme.
Grité y pedí ayuda. Escuché voces a
mi alrededor: mujeres que hablaban, algunas risas, ruedas chirriando por los
pasillos y gente tosiendo hasta expulsar alguno de sus pulmones. Pero nadie
acudía a mis llamadas, seguí gritando una y otra vez hasta dejarme la voz en
aquel cubículo. Vi la sombra de unos pies pasar por debajo de las cortinas,
pensé que alguien vendría y me explicaría qué hacía allí.
Sin embargo, la sombra pasó de largo
y yo me quedé esperando exhausto. Mis ojos dieron varias vueltas, las luces del
techo se duplicaron y caí en un letargo.
A mi regreso, descubrí que mis
muñecas habían sido liberadas y las cortinas estaban abiertas. Abandoné la
camilla y salí al pasillo. Otros cubículos como el mío se encontraban abiertos
de par en par sin nadie dentro. Llegué a un mostrador vacío, llamé unas cuantas
veces y esperé que alguien apareciera. Después de esperar mucho tiempo terminé
por buscar la salida yo solo.
Aunque ligera, la bata era un
estorbo; abierta de par en par no dejaba de abrirse por detrás. Entré en una
habitación llena de taquillas metálicas negras. Una por una revisé todas las
taquillas, algunas estaban cerradas y las que estaban abiertas estaban vacías.
Vi un cubo con una montaña de ropa usada, la superficie contenía batas desgarradas
como la mía. Agarré un chándal que había en lo más hondo del cubo. Me deshice
de la odiosa bata y me puse el chándal dos tallas más grandes. Perseguí los
carteles que ponían «SALIDA» hasta llegar a un extenso pasillo con cristaleras,
fue ahí donde descubrí que era de noche.
Grité por los pasillos antes de encontrar
la salida y, al llegar al recibidor, vi todo lleno de manchas de sangre: la
recepción, las puertas de cristal y la sala de espera. El impoluto blanco de la
sala donde me encontraba quedaba teñido en la planta baja por un rojo furioso.
Con voz trémula dije: “¿Hola?”
No obtuve respuesta. Y cuando me
disponía a salir del hospital escuché el ruido de algo metálico al final del
pasillo. Sorteé un charco de sangre. Y totalmente a oscuras distinguí una
sombra en el pasillo al lado de un ascensor; con cuidado di dos pasos hacía el
ascensor. La sombra se detuvo en mitad de la penumbra al darse cuenta de mi presencia
y, lentamente, comenzó a deslizarse por el suelo. En cuanto salió de la
oscuridad vi a una enfermera con las piernas amputadas y la cara cubierta de
sangre que repetía una y otra vez “¡Ayuda, ayuda!”. Corrí hacía ella y al
tocarla para levantarla me lanzó un zarpazo que esquivé por muy poco.
Me quedé mudo justo enfrente,
intentando comprender qué había sido eso. La mujer me agarró por los tobillos y
me tiró al suelo de espaldas. Pataleé con todas mis fuerzas hasta que conseguí
zafarme y me levanté en mitad de un charco rojo. Sin mirar atrás hui de aquel
tétrico escenario saliendo al exterior; el frío de la noche erizaba mi piel
mientras deambulaba por las calles con la única compañía de mi propio reflejo
en los escaparates. Abatido, todavía con las piernas temblorosas y la espalda
magullada, descansé en un poste de luz. Bajo la farola examiné que todo
estuviese en su lugar; el chándal había quedado todo manchado de sangre, sin
embargo, el resto estaba intacto.
Vi aparecer una figura al otro lado
de la calle, parecía ser un hombre borracho que caminaba de un lado para otro. Esta
vez, me escondí detrás de un coche aparcado. Oí los pasos alejarse y aproximarse,
pero nunca desaparecían. Era como si estuviese patrullando el lugar. Con mucho
cuidado salí de allí, la única salida era correr calle abajo. Los ruidos
dejaron de escucharse momentáneamente y decidí que era el momento de escapar.
Al salir corriendo miré hacia
detrás y vi la sombra de aquel hombre en mitad de la calle intentando seguirme;
al volverme hacia delante choqué contra algo que me lanzó despedido. Tumbado en
el suelo observé que no se trataba de algo sino más bien de alguien: un hombre
de unos dos metros de altura con los ojos inyectados en sangre y la mirada
perdida en el infinito. Ignoró mi presencia y continuó su marcha hasta alcanzar
al hombre ebrio. Sin mediar palabra el gigante lo levantó con un abrazo a la
vez que comenzaba a morderle los brazos. El borracho lejos de hacer una sola
mueca de dolor empezó a reír a carcajadas.
Por muchos que intenté quedarme
allí viendo esa horrible escena, me resultó imposible. Sin saber cómo terminaba
el acto caníbal desaparecí entre las sombras para buscar un lugar donde poder
pasar la noche. Todavía no llegaba a comprender lo que estaba sucediendo.
Crucé calles y más calles sin ver a
nadie más que mi propia sombra; las ventanas de los edificios estaban cerradas
y en ninguna se podía ver luz en el interior. Solo la luz de las farolas
iluminaban las calles. Me escondí en un callejón, oscuro, sucio y con olor a
podrido. Los zapatos se quedaban pegados al suelo. Me adentré hasta el final y
busqué un sitio donde pasar la noche. Me senté en un rincón con dos cajas de
cartón. La gente parecía estar loca, eran caníbales que se devoraban unos a
otros sin motivo ni razón.
Oí una lata rodar desde la callejuela
que había delante.
Despacio, me incorporé del suelo y
escudriñé con la mirada el interior de esa callejuela, la penumbra era tal que
me costó reconocer las sombras que se balanceaban en el interior. Di un paso adelante
para verlo mejor cuando quedé perplejo al observar tres hombres de rodillas
devorando las extremidades de una joven. Esta sollozaba casi sin fuerzas, se
había rendido y había aceptado su destino. Sin embargo, cuando se percató de mi
presencia, levantó la vista hacia mí y comenzó a gritar pidiendo auxilio con
mucho ímpetu.
Los tres caníbales desviaron su
atención hacía mí y, mientras dos continuaron con su festín, el tercero saltó
con gran agilidad donde yo estaba. Corrí por todo el callejón tan rápido como
pude; logré salir de allí, pero aun así el hombre me alcanzó y me tiró por el
suelo quedándose encima de mí sin que pudiese moverme.
-¿Qué cojones quieres de mí? -le repetía una y otra vez.
Desde lo más profundo de su ser
lanzó un grito gutural, y me miró con sus manos apoyadas en mis hombros a la
vez que un hilo fino de saliva corría por su boca ensangrentada. Su aliento
desprendía un hedor a muerte. Por mucho que intenté soltarme no lo logré, tenía
una fuerza tremenda. Cuando la fatiga venció la partida, el tipo se lanzó a mí cuello y yo cerré los
ojos por instinto.
Continuará…
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