Solo recuerdo oír un ruido metálico
y un grito de dolor; al abrir los ojos vi un cuerpo decapitado desplomándose.
Detrás de él la figura de una mujer con un machete me miraba con asombro.
―¿Se
puede saber de dónde has salido? -dijo.
―Me
desperté en el hospital, ¿qué está pasando? ¿Por qué la gente se comporta así?
―No
hay tiempo para eso. ¡Vamos! Levanta.
Extendió su mano y con gran fuerza
me empujó hacía ella. En silencio corrimos a través de las sombras de los
edificios; yo iba detrás mientras ella iba delante revisando cada esquina que
cruzábamos. Nos detuvimos frente a una puerta, era un bungalow. La puerta
estaba tapiada y la chica se acercó a una de las ventanas; con un habilidoso gesto
la abrió de par en par.
Con su ayuda entré rodando hasta
caer en el suelo de espaldas, desde el exterior me preguntó si estaba bien y,
acto seguido, vi su cabeza atravesar la ventana. Luego volvió a cerrarla y me
condujo al sótano. Al encender una vela se vislumbró un colchón en una esquina
y un sofá delante de una mesa de playa. Había mucha humedad.
―¿Tienes
hambre? ―preguntó ella.
Le contesté con un gesto afirmativo
y desapareció escaleras arriba mientras me sentaba en el sofá con mucho cuidado
de no manchar nada con la sangre de mi ropa. Minutos más tarde, la joven
regresó al sótano con un plato de sopa caliente y lo dejó en la mesa junto con
una cuchara.
―Esto
es lo único que tengo, espero que te guste. ―dijo tumbándose en el colchón.
―Quiero
saber qué está pasando aquí. Cuéntamelo, por favor.
―Primero
come. Será mejor que tomes fuerzas, las vas a necesitar.
Con el único sonido del «tic-tac»
del reloj me tomé el plato de sopa. Me tumbé en el sofá hacia ella y con una
mirada le di paso a contar la historia.
―Bien
―dijo ella reanudando la conversación―, no te voy a engañar. Yo tampoco sé
exactamente qué pasó. Hace dos semanas, las noticias comenzaron a hablar sobre
una extraña enfermedad que apareció en varios hospitales de la ciudad. Aunque
algunos comentaron la posibilidad de que era un ataque biológico, la mayoría de
los científicos que aparecían en la tele coincidían que era la mutación natural
de un virus de la rabia…, o algo así. El caso es que no sé bien de qué se trata,
error humano o castigo de la naturaleza, pero a los pocos días los infectados
devoraban a todo aquel que se acercaba a ellos. Los primeros fueron los médicos
y enfermeras que intentaban tratarles, pero lo gracioso fue que los atacados también
contraían la enfermedad y en cuestión de días toda la ciudad estaba infectada.
Para colmo, el gobierno decidió poner en cuarentena la ciudad y bloqueó todas
las salidas por militares que tenían la orden de disparar a quien se acercase
al puesto de control. Así que, aquí estamos, encerrados con esos caníbales que
no dudan en comerse todo lo que pillan. Al principio éramos más pero hemos
tuvimos muchas bajas. Tienes suerte de que te haya salvado la vida, ¿sabes?
Pensaba que yo era la única persona sana en toda la ciudad.
―No
puede ser. ¿El gobierno no puede hacer nada? Una vacuna o un tratamiento para
la enfermedad…
―Ellos
tampoco saben qué esta pasando, nos tienen aquí encerrados esperando a ver qué
pasa.
―No
puede ser, no puede ser, no puede ser,…
―Tranquilízate,
hombre. Pienso salir de aquí cuanto antes.
―¿Cómo?
―Por
ahora descansa, los contagiados suelen estar en calma por la noche.
―¿De
verdad? Acabo de contemplar cómo se atacaban entre ellos.
―Supongo
que la comida escasea. Mañana a la luz del sol será más fácil movernos, procura
dormir algo. ―sentenció la conversación dando media vuelta en el colchón.
A la mañana siguiente, un golpe en
las piernas me despertó, era ella. Estaba preparada para emprender un viaje.
―Ten
esto, tú te encargarás de llevarlo. ―dijo a la vez que me lanzaba una mochila.
―¿Qué
lleva?
―Provisiones.
Venga, no podemos esperar más.
Salimos de la casa, ella llevaba la
delantera armada con su machete. A la luz del día se veían las calles manchadas
de sangre y salpicaduras en los edificios.
Era una masacre.
Avanzamos calles vigilando nuestros
alrededores constantemente. Cada vez que intentaba abrir la boca ella me callaba
con un sonoro «shhhh». Caminamos gran parte de la mañana en silencio evitando
las calles principales, buscamos los caminos más alejados del centro hasta
llegar a un plazoleta pavimentada con losas blancas de piedras. Nos detuvimos mientras ella revisaba cada centímetro del
lugar con mucho detenimiento. Finalmente, se giró hacía mí y me hizo una señal
con el pulgar hacia arriba diciendo:
―Está
despejado.
―¿Puedo
saber dónde vamos?
―Al
embarcadero. Pero es extraño…
―¿El
qué?
―Llevamos
horas moviéndonos y no hemos encontrado ningún infectado.
―¿Suerte?
―Hace
tiempo que dejé de creer en la suerte. Vamos, no podemos estar aquí todo el
día.
Desconocía la ubicación del
embarcadero, en realidad, no conocía nada de la ciudad: cada calle, cada plaza
o cada parque eran para mí una auténtica novedad. Las manchas rojizas embadurnaban
cada rincón. Procuraba seguir el paso de la joven que lideraba la macabra excursión,
justo después de atravesar una callejuela pude ver el agua; una inmensa laguna
atravesada por un puente.
La chica se detuvo.
El embarcadero se veía al final del
recorrido. Cruzamos la carretera principal, la joven rastreó el lugar y señaló
con el dedo una barca del montón. Cuando nos dirigimos a la entrada, un hombre
obeso con las tripas al aire apareció de la garita de seguridad y se lanzó
sobre ella. La joven esquivó la embestida con un giro a la derecha y le asestó
un corte en la nuca con el machete. El vigoroso hombre cayó al agua.
Sin embargo, no tuvo la misma
suerte con otros tres infectados que salieron de la garita; arremetieron contra
ella. Uno se abalanzó encima suya mientras otro le mordía el brazo del machete,
ella gritaba de dolor a la vez que intentaba deshacerse de los contagiados. El
tercero se colocó a la altura de su pierna, y cuando se encontraba a escasos
centímetros alcancé a propinarle una patada en la sien que le hizo rodar por la
madera. Empujé al desgraciado que le estaba mordiendo el brazo y se coló al
agua por el borde del muelle. El último recibió un machetazo en el cráneo y se
desplomó a un lado.
Arranqué el machete de la cabeza y
perforé la frente del infectado que intentaba levantarse del suelo.
―¿Estás
bien? ―pregunté a la joven que se incorporaba.
―Estoy
bien jodida ―dijo mostrando las heridas del brazo―. Qué estúpida soy ¡Mierda!
―Ya
pensaremos algo, tenemos que escapar.
Subimos a la barca.
―Era
de mi padre. ―dijo ella recordando algo que le hizo sonreír, después me explicó
su funcionamiento.
Cuando se aseguró que lo tenía controlado
bajó al muelle y desató el cabo que la amarraba. Luego, con su pierna derecha
empujó la embarcación.
―¿Qué
haces? ¡Sube!
―No,
ya estoy muerta. Escapa tú.
Se apartó y caminó unos metros
hasta derrumbarse en el puerto. Grité y grité pero ella no respondió, tampoco
se movió.
La barca se alejó lentamente hasta desaparecer.
Encendí el motor y enderecé el
timón dirección al puente.
A medida que me aproximaba
aumentaba el ruido de un helicóptero. Miré al cielo y vi uno dando vueltas en
el aire, continué mi fuga sin prestarle atención.
Más tarde, oí disparos y me tiré al
suelo con las manos en la cabeza, pero pasados unos segundos descubrí que no
iban dirigidos a mí. Levanté la mirada y me fijé en el puente: más de un millar
de infectados se desplazaba hacía los militares. No podían con ellos, avanzaban
devorando todo a su paso. El olor a sangre llegaba a mí; llovían cuerpos desde
el puente. En medio del caos la barca pasó desapercibida entre gritos y
disparos, dejando atrás una ciudad en cuarentena.
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