martes, 16 de mayo de 2017

El champiñón de la felicidad







Desde niño me dijeron que existían unos champiñones capaces de eliminar todo rastro de tristeza en aquel que los encontraba. Siempre he imaginado cómo debería ser una vida plena de felicidad, levantarme cada mañana con una sonrisa y ser capaz de alegrar el día a los demás solamente con una mirada.

Nunca llegué a cuestionar si esa historia de los champiñones de la felicidad era real o simplemente se trataba de un cuento que los mayores inventaron para que los niños estuviesen un rato entretenidos sin armar líos. Cuando un día le conté la historia que pululaba por el patio a mi abuelo, este no se sorprendió en absoluto, nada más lejos de la realidad me afirmó que él había llegado a ver uno de esos champiñones. Según me explicó este hecho sucedió cuando formaba parte en el ejército durante la época de guerra. Él, junto con el resto de su pelotón, deambulaba por un bosque cercano rastreando al enemigo cuando una ráfaga de disparos les cogió desprevenidos. Todos buscaron refugio tras los árboles o las rocas. Pero mi abuelo, no muy orgulloso de reconocerlo, salió corriendo por temor a recibir un balazo que le impidiese volver con su familia. Nunca le cuestionamos por eso; era el novato del pelotón y a malas penas sabía apuntar con un arma. El caso en cuestión fue que durante su huida terminó cayendo por un barranco donde se rompió la pierna y el brazo derecho al tocar suelo. Quedó allí tirado boca arriba sin poder moverse hasta que le encontraron sus compañeros. Mi abuelo siempre afirmó que pasaron días hasta que le rescataron, aunque un viejo amigo suyo le solía corregir diciendo que solo había sido cosa de un par de horas. Fuera como fuese, mi abuelo siempre me aseguró que estando allí, postrado boca arriba, vio uno de esos champiñones de la felicidad con forma de medusa en el borde del barranco por donde se desplomó. Yo le cuestionaba por qué estaba tan seguro de eso y él solamente me decía que al mirar el champiñón le desaparecían los dolores de su brazo y pierna sin poder parar de reír. Si solamente me hubiese dicho eso nunca le hubiese creído, lo que de verdad me hizo creerle era la sonrisa que esbozaba cada vez que lo recordaba, nunca en mis treinta años le vi sonreír de aquella manera.

Durante muchos años dejé esa historia relegada a los recuerdos de la infancia hasta que por alguna extraña razón, mejor dicho, hasta que por circunstancias de la vida, mi novia de toda la vida me abandonó por la única razón que ya no era feliz a mi lado. Ello me condujo al despido por parte de mi jefe tras siete años de fidelidad por la razón de mi bajo rendimiento y falta de alegría. En poco tiempo la felicidad se interpuso en mi camino para darle a mi vida un giro de 180 grados. Fue entonces cuando resurgió de mi memoria la historia de mi abuelo; hubiese deseado volver a escucharla con sus palabras una vez más, sin embargo, eso ya era imposible.

Por suerte para mí el bosque donde mi abuelo situaba aquella experiencia no quedaba lejos; cuatro horas por autovía me llevaron al lugar de los sucesos. La zona baja de la montaña era un simple camino entre arbustos donde cientos de personas dejaban sus huellas todos los fines de semana con sus planes domingueros. Yo, aprovechando mi nuevo horario, me planté allí un lunes a las ocho de la mañana. Mi único compañero de viaje era una golondrina que volaba por allí buscando el desayuno.
Comencé la marcha con facilidad, los caminos estaban aplanados por el uso y la señalización me indicaba la ruta a seguir. Algunas plantas aromáticas crecían por los laterales del paseo y mis manos inquietas arrancaron ramitas de romero y lavanda para olerlas. El sol se levantaba en lo alto del cielo y el resto de pájaros despertaban con su canto matutino. Al cabo de unas horas llegué a un punto donde encontré un cartel que decía: «Fin de la ruta segura, se recomienda no entrar al bosque». Aquel cartel seguramente habría hecho retroceder a cualquiera, incluido yo. Sin embargo, mi presencia en ese lugar solo tenía un objetivo y no iba a detenerme sin antes conseguir probar uno de esos champiñones.
Dejé el cartel atrás y me adentré en el bosque, los matorrales inofensivos que poblaban el camino me miraban mientras los árboles ocultaban todo con su sombra. Las plantas crecían por doquier a su libre albedrío obligándome a cambiar de dirección en varias ocasiones. Todo esto sin descontar el cometido del viaje, constantemente buscaba por el lecho de los árboles el dichoso hongo. Por desgracia para mí lo único que encontraba era unas simples setas.
En el interior del bosque el tiempo parecía detenerse, la posición del sol estaba bloqueada por las hojas de los árboles, la oscuridad que gobernaba dificultaba la visibilidad. De cuando en cuando algún extraño ruido de las entrañas del bosque me obligaba a estar en alerta constante. Pronto entendí que allí no iba a encontrar los champiñones, según la historia de mi abuelo debía buscar un barranco.
Escalé varios metros, el camino se volvía cada vez más escarpado, mis piernas poco acostumbradas al ejercicio físico suplicaban un descanso, y la vegetación crecía salvaje demostrando que por aquella zona hacía años que nadie se atrevía a pasar. Algún que otro tropiezo me hicieron hincar la rodilla en el suelo provocándome heridas en la piel. Revisando el estado de mis rodillas vi como la vegetación se agitaba hacía mí. Sin previo aviso un jabalí me dio la bienvenida a su territorio con una embestida, por suerte para mí, el animal erró y su arremetida rozó mi pierna sin provocar grandes desperfectos.
Un instinto animal tomó el control de mi cuerpo para salir corriendo de aquel lugar en una dirección que nunca acerté a descifrar. El caso es que corrí hasta que mis piernas dijeron basta y dejaron de funcionar tirándome por los suelos. Allí con el miedo todavía en el cuerpo recé a todo lo que supe rezar suplicando que el jabalí se olvidase de mí.
Intenté incorporarme, golpeé mis piernas para que reaccionasen, sin embargo, estaba inutilizado como un muñeco de trapo. Desesperado, me arrastré por el suelo lleno de hojas secas hasta llegar el final del trayecto. Un acantilado ponía fin a mi paseo, asomé la cabeza y vi una caída mortal de varias decenas de metros. Por el agujero del acantilado se escaparon todas mis esperanzas de regresar a casa. Me tumbé boca arriba imaginándome a mí mismo a mi abuelo tullido. Mi novia vino a saludarme o, tal vez, a despedirse, pero mientras me sonreía solo podía pensar en los buenos momentos que pasé a su lado, su risa me recordaba una y otra vez porque la escogí a ella y no a otra. Para mi sorpresa también vino mi exjefe, fue breve, me felicitó por todo el trabajo que había dedicado a su empresa. Por último llegó mi abuelo, el no dijo nada, solamente me miró con la misma sonrisa que tenía al recordar su historia. Al despedirme de mi abuelo el sol ya había caído y el día se encontraba en ese intermedio gris donde aún se podía discernir donde terminaba el día y donde comenzaba la noche. Fue en ese momento cuando observé en una rama un destello verdoso flotando en mitad de la nada, era idéntico a una de esas medusas que brillan en la oscuridad. Sin embargo, esta tenía algo distinto; se trataba de un champiñón fosforescente. Allí tumbado en mitad de la nada con todo perdido solo pude sonreír mientras miraba un champiñón de la felicidad.
Os preguntareis cómo os estoy contando ahora mismo esto, bien me encuentro en el hospital. Tranquilos, no es grave. Los guardas forestales alertaron a las autoridades cuando anocheció y vieron que mi coche seguía en el aparcamiento. Tuve suerte que en aquella montaña estuviese prohibido acampar, de lo contrario no estaría contando esto ahora. En fin, el equipo de rescate me encontró tirado al borde del acantilado mientras deliraba por la hipotermia, según ellos no paraba de decir «¡Mirad como flota mirad!» pero allí no había absolutamente nada o, eso dicen ellos, porque yo estoy seguro de que encontré un champiñón de la felicidad como mi abuelo.

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