Desde niño me dijeron
que existían unos champiñones capaces de eliminar todo rastro de tristeza en
aquel que los encontraba. Siempre he imaginado cómo debería ser una vida plena
de felicidad, levantarme cada mañana con una sonrisa y ser capaz de alegrar el
día a los demás solamente con una mirada.
Nunca llegué a cuestionar
si esa historia de los champiñones de la felicidad era real o simplemente se
trataba de un cuento que los mayores inventaron para que los niños estuviesen
un rato entretenidos sin armar líos. Cuando un día le conté la historia que
pululaba por el patio a mi abuelo, este no se sorprendió en absoluto, nada más
lejos de la realidad me afirmó que él había llegado a ver uno de esos
champiñones. Según me explicó este hecho sucedió cuando formaba parte en el ejército
durante la época de guerra. Él, junto con el resto de su pelotón, deambulaba
por un bosque cercano rastreando al enemigo cuando una ráfaga de disparos les
cogió desprevenidos. Todos buscaron refugio tras los árboles o las rocas. Pero
mi abuelo, no muy orgulloso de reconocerlo, salió corriendo por temor a recibir
un balazo que le impidiese volver con su familia. Nunca le cuestionamos por
eso; era el novato del pelotón y a malas penas sabía apuntar con un arma. El
caso en cuestión fue que durante su huida terminó cayendo por un barranco donde
se rompió la pierna y el brazo derecho al tocar suelo. Quedó allí tirado boca
arriba sin poder moverse hasta que le encontraron sus compañeros. Mi abuelo
siempre afirmó que pasaron días hasta que le rescataron, aunque un viejo amigo
suyo le solía corregir diciendo que solo había sido cosa de un par de horas.
Fuera como fuese, mi abuelo siempre me aseguró que estando allí, postrado boca
arriba, vio uno de esos champiñones de la felicidad con forma de medusa en el
borde del barranco por donde se desplomó. Yo le cuestionaba por qué estaba tan
seguro de eso y él solamente me decía que al mirar el champiñón le desaparecían
los dolores de su brazo y pierna sin poder parar de reír. Si solamente me hubiese
dicho eso nunca le hubiese creído, lo que de verdad me hizo creerle era la
sonrisa que esbozaba cada vez que lo recordaba, nunca en mis treinta años le vi
sonreír de aquella manera.
Durante muchos años
dejé esa historia relegada a los recuerdos de la infancia hasta que por alguna
extraña razón, mejor dicho, hasta que por circunstancias de la vida, mi novia
de toda la vida me abandonó por la única razón que ya no era feliz a mi lado.
Ello me condujo al despido por parte de mi jefe tras siete años de fidelidad
por la razón de mi bajo rendimiento y falta de alegría. En poco tiempo la
felicidad se interpuso en mi camino para darle a mi vida un giro de 180 grados.
Fue entonces cuando resurgió de mi memoria la historia de mi abuelo; hubiese
deseado volver a escucharla con sus palabras una vez más, sin embargo, eso ya
era imposible.
Por suerte para mí el
bosque donde mi abuelo situaba aquella experiencia no quedaba lejos; cuatro
horas por autovía me llevaron al lugar de los sucesos. La zona baja de la
montaña era un simple camino entre arbustos donde cientos de personas dejaban
sus huellas todos los fines de semana con sus planes domingueros. Yo,
aprovechando mi nuevo horario, me planté allí un lunes a las ocho de la mañana.
Mi único compañero de viaje era una golondrina que volaba por allí buscando el
desayuno.
Comencé la marcha con
facilidad, los caminos estaban aplanados por el uso y la señalización me
indicaba la ruta a seguir. Algunas plantas aromáticas crecían por los laterales
del paseo y mis manos inquietas arrancaron ramitas de romero y lavanda para
olerlas. El sol se levantaba en lo alto del cielo y el resto de pájaros despertaban
con su canto matutino. Al cabo de unas horas llegué a un punto donde encontré
un cartel que decía: «Fin de la ruta segura, se recomienda no entrar al bosque».
Aquel cartel seguramente habría hecho retroceder a cualquiera, incluido yo. Sin
embargo, mi presencia en ese lugar solo tenía un objetivo y no iba a detenerme sin
antes conseguir probar uno de esos champiñones.
Dejé el cartel atrás y
me adentré en el bosque, los matorrales inofensivos que poblaban el camino me
miraban mientras los árboles ocultaban todo con su sombra. Las plantas crecían
por doquier a su libre albedrío obligándome a cambiar de dirección en varias
ocasiones. Todo esto sin descontar el cometido del viaje, constantemente
buscaba por el lecho de los árboles el dichoso hongo. Por desgracia para mí lo
único que encontraba era unas simples setas.
En el interior del
bosque el tiempo parecía detenerse, la posición del sol estaba bloqueada por
las hojas de los árboles, la oscuridad que gobernaba dificultaba la
visibilidad. De cuando en cuando algún extraño ruido de las entrañas del bosque
me obligaba a estar en alerta constante. Pronto entendí que allí no iba a
encontrar los champiñones, según la historia de mi abuelo debía buscar un
barranco.
Escalé varios metros,
el camino se volvía cada vez más escarpado, mis piernas poco acostumbradas al
ejercicio físico suplicaban un descanso, y la vegetación crecía salvaje
demostrando que por aquella zona hacía años que nadie se atrevía a pasar. Algún
que otro tropiezo me hicieron hincar la rodilla en el suelo provocándome heridas
en la piel. Revisando el estado de mis rodillas vi como la vegetación se
agitaba hacía mí. Sin previo aviso un jabalí me dio la bienvenida a su
territorio con una embestida, por suerte para mí, el animal erró y su
arremetida rozó mi pierna sin provocar grandes desperfectos.
Un instinto animal tomó
el control de mi cuerpo para salir corriendo de aquel lugar en una dirección
que nunca acerté a descifrar. El caso es que corrí hasta que mis piernas
dijeron basta y dejaron de funcionar tirándome por los suelos. Allí con el
miedo todavía en el cuerpo recé a todo lo que supe rezar suplicando que el
jabalí se olvidase de mí.
Intenté incorporarme,
golpeé mis piernas para que reaccionasen, sin embargo, estaba inutilizado como
un muñeco de trapo. Desesperado, me arrastré por el suelo lleno de hojas secas hasta
llegar el final del trayecto. Un acantilado ponía fin a mi paseo, asomé la
cabeza y vi una caída mortal de varias decenas de metros. Por el agujero del
acantilado se escaparon todas mis esperanzas de regresar a casa. Me tumbé boca
arriba imaginándome a mí mismo a mi abuelo tullido. Mi novia vino a saludarme o,
tal vez, a despedirse, pero mientras me sonreía solo podía pensar en los buenos
momentos que pasé a su lado, su risa me recordaba una y otra vez porque la
escogí a ella y no a otra. Para mi sorpresa también vino mi exjefe, fue breve,
me felicitó por todo el trabajo que había dedicado a su empresa. Por último
llegó mi abuelo, el no dijo nada, solamente me miró con la misma sonrisa que
tenía al recordar su historia. Al despedirme de mi abuelo el sol ya había caído
y el día se encontraba en ese intermedio gris donde aún se podía discernir donde
terminaba el día y donde comenzaba la noche. Fue en ese momento cuando observé
en una rama un destello verdoso flotando en mitad de la nada, era idéntico a
una de esas medusas que brillan en la oscuridad. Sin embargo, esta tenía algo
distinto; se trataba de un champiñón fosforescente. Allí tumbado en mitad de la
nada con todo perdido solo pude sonreír mientras miraba un champiñón de la
felicidad.
Os preguntareis cómo os
estoy contando ahora mismo esto, bien me encuentro en el hospital. Tranquilos,
no es grave. Los guardas forestales alertaron a las autoridades cuando
anocheció y vieron que mi coche seguía en el aparcamiento. Tuve suerte que en
aquella montaña estuviese prohibido acampar, de lo contrario no estaría contando
esto ahora. En fin, el equipo de rescate me encontró tirado al borde del
acantilado mientras deliraba por la hipotermia, según ellos no paraba de decir
«¡Mirad como flota mirad!» pero allí no había absolutamente nada o, eso dicen ellos,
porque yo estoy seguro de que encontré un champiñón de la felicidad como mi
abuelo.
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