Todos me miran con cara de pánico, un grupo de personas me rodea
con gesto estupefacto, yo no entiendo nada, estoy de rodillas tirado en el
suelo y cada vez tengo más miedo. Miro mis manos y están ensangrentadas, me
toco de arriba abajo buscando el origen de esa sangre sin encontrarlo; esa
sangre no es mía. Paso a paso el gentío se aproxima a mí encerrándome en una
cárcel sin escapatoria solo escucho como repiten la palabra “culpable,
culpable,…”, me asfixio en el interior de ese círculo, cuando no puedo más
lanzo un último grito agónico.
Abro los ojos y me encuentro en mi cama, tengo la frente
empapada se sudor, miro a mi lado pero estoy solo en la cama. El despertador
marca las cuatro de la madrugada, intento volver a dormirme pero media hora
después decido darme una ducha para quitarme el mal olor, cambio las sábanas
mojadas y me acerco a la cocina para tomarme un vaso de leche caliente. Me
siento en el sofá y cambio canales en el televisor, solo encuentro anuncios
estúpidos. A las siete de la mañana los primeros rayos de sol hacen acto de
presencia junto con los despertadores de mis vecinos.
Preparo mi maleta y salgo al trabajo, las calles todavía duermen
y, en pocos minutos, llego al parking, busco mi plaza y le doy unas monedas al
gorrilla para que lo cuide en mi ausencia. Entro por la puerta principal,
saludo al hombre de seguridad, lo veo siempre y no conozco cuál es su
nombre, me avergüenzo de ello.
El resto de mis compañeros me saludan con gran efusividad al
verme de nuevo. Entro en los vestuarios y abro mi taquilla, mi bata blanca
sigue donde la dejé. Me visto con ella y voy a mi despacho.
-¿Ya has vuelto? ¿Cómo te encuentras? -pregunta mi enfermera por el pasillo.
-Mucho mejor. -digo con una sonrisa forzada.
-Me alegro mucho de verte. Pensaba que volverías la semana siguiente. -dice
dándome un caluroso abrazo.
-He decidido adelantarlo porque ya estoy bien. -sentencio.
Prosigo hasta mi despacho, está igual que el día que me fui.
Historias clínicas apiladas en una esquina del escritorio, el viejo ordenador,
la fotografía de mi boda y el inmenso poster del corazón cuelga de la
pared. Abro mi agenda para ver que no tengo pacientes citados, algo lógico si
nadie esperaba mi regreso.
Decido ir a los quirófanos con la intención de ayudar a mis
compañeros.
-¡Hombre, ya has vuelto! -dice mi anestesista al verme.
Se lanza para darme unas palmadas en la espalda que casi me
dejan sin respiración.
-Sí, ya estoy mejor. -pronuncio al recuperar el aire-. ¿Puedo ayudaros en algo?
-Tenemos una operación de corazón programada hoy en la que puedes participar.
Tú eres el experto.
-Está bien, iré a prepararme.
-Genial, en media hora en el quirófano cuatro.
Entro en el baño a prepararme, estoy completamente solo, me
acerco al lavabo y piso el pedal para que salga agua, meto mis manos en el
chorro para iniciar el ritual de desinfección. Primero, enjabono mis manos y
antebrazos con una solución jabonosa de iodo, vuelvo a pisar el botón del suelo
para que fluya el agua y eliminar así todas las bacterias de mi piel. Después,
me espera una enfermera en la siguiente sala para secarme las manos y ayudarme
a ponerme el pijama estéril. Finalmente paso dentro del quirófano, donde un
grupo de dos médicos y dos enfermeros rodean un cuerpo en una camilla metálica
en el centro de la sala.
-¡Qué bueno volver a verte por aquí! -dice uno de los cirujanos que no
reconozco por la mascarilla.
-¿Qué tenemos? -respondo con seriedad.
-Cirugía de bypass de la arteria coronaria derecha.
-Está bien, podéis comenzar. -dice el anestesista mientras no quita ojo de las
constantes vitales.
Rodeamos la camilla, un enfermero embadurna el pecho del
paciente de povidona iodada, el otro extiende un bisturí al cirujano encargado
de la intervención, pero este me señala con la mirada con la intención de
cederme los honores.
-Empecemos. -digo sosteniendo el bisturí.
Doy comienzo a la cirugía diseccionando el tórax del paciente
hasta dejar su corazón al descubierto. Analizo el lado derecho del corazón sin
encontrar la arteria obstruida, el tiempo parece detenerse y solo siento mi
corazón latir al mismo ritmo que el corazón del paciente.
-Mira la aorta, ahí está el problema. -me ordena uno de los cirujanos.
Le miro con desprecio y digo:
-Ya lo había visto.
En cuanto toco la zona afectada empieza a salir sangre a
borbotones.
-¡Joder! -grito desesperado.
Intento bloquear el sangrado sin demasiado éxito.
-Los niveles están cayendo. -avisa el anestesista.
-Ya lo sé. -replico.
La sangre no cesa, uno de los cirujanos me empuja para ponerse
en mi lugar y caigo al suelo del quirófano.
-¡La has vuelto a cagar! Le has cortado la aorta, ¿estás loco?
Sus palabras pierden volumen quedándose en un simple pitido de
fondo, veo como el resto de mis compañeros trabajan apresurándose por reparar
el daño. Miro mis manos manchadas de color rubí, igual que en el sueño siento
como todos me culpan. Desde que perdí a mi mujer cuando me descubrió con mi
enfermera todo me ha ido mal.
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