Camino contracorriente,
todos se apartan, me miran desafiantes porque soy el único que va en la
dirección opuesta. Intento no mirarles a los ojos ni escuchar sus palabras
porque temo que me hagan cambiar de opinión. Agacho la cabeza y sigo con mi
rumbo ajeno a todo, estoy cansado de tropezar una y otra vez contra el muro que
todos chocan e insisten en romper. Debe haber otro modo de lograrlo, quiero ver
el muro desde lejos; los ojos de la gente se clavan como puñales mientras sus insultos
rasgan mis tímpanos, solo intento hacer las cosas a mi manera pero me resulta
complicado.
Consigo alejarme lo
suficiente para dejar atrás todo el gentío con su griterío, por fin estoy solo,
escucho la brisa e intento calmar mi mente para pensar con claridad. Levanto la
cabeza del suelo y miro hasta donde alcanza la vista, no hay nada, estoy en una
llanura extensa y solitaria. Volteo la cabeza y, en la lejanía, está el muro,
también veo pequeños grupos de gente abalanzándose una y otra vez contra él sin
conseguir nada.
Observando mejor distingo
una brecha en un extremo del muro, no es muy visible ni tampoco es grande. Es suficiente para que todas esas personas puedan cruzar, una por una, al otro
lado del muro. He caminado durante horas, soportando miradas y gritos despectivos;
desde el punto donde me encuentro veo la solución a sus problemas pero no
pienso volver porque me he dado cuenta que no necesito atravesar el muro, ahora
soy libre para ir allá donde me proponga.
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