viernes, 23 de junio de 2017

Microrrelato: El principio del fin.


Fueron muchos los transeúntes que se percataron de la extraña presencia en la orilla de la playa, amaneció con un hombre abrigado para la nieve y las botas cubiertas de arena. Algunos de los allí presentes restaron importancia al hecho diciendo que debía de tratarse de un borracho; en cambio, los más osados aseguraban que se trataba de un cadáver que el mar había expulsado desde lo más profundo. Los servicios de asistencia sanitaria junto con la policía no se demoraron mucho ante aquel curioso caso sin antecedentes de un pequeño pueblo.

Las fuerzas del orden acordonaron la entrada mientras los sanitarios atendían al hombre. Primero, le intentaron despertar, le gritaron y lo zarandearon. Luego, le tomaron el pulso, le quitaron toda la ropa que llevaba puesta sin explicarse cómo era posible que no sudase en pleno verano. Finalmente, atestiguaron que no se trataba de un cadáver sino de un hombre inconsciente sin documentos que le identificasen ni forma de conocer cómo había llegado hasta allí. El doctor que lideraba al equipo de sanitarios resolvió llevarle a la sala de observación del hospital hasta que el hombre se recuperase.

A pesar de las discrepancias de algunos policías por la decisión tomada del médico, terminaron por aceptar su mandato y el hombre fue trasladado al hospital donde estuvo vigilado noche y día por otras enfermeras y doctores que no escapaban de su asombro. Transcurrieron semanas, cada día que pasaba los médicos perdían las esperanzas de que el hombre despertase. Su corazón latía, sus pulmones respiraban, parecía dormir plácidamente, sin embargo, su cerebro se negaba a trabajar.

Pasaron los meses hasta que el director del centro decretó que había llegado la hora de dejar esa cama libre para que otro paciente con más esperanzas se recuperasen. La noticia corrió por el hospital como la pólvora y, a la una y media del mediodía de un 24 de diciembre, todos aquellos que se había encargado de mantener la salud del misterioso hombre se arremolinaron delante la puerta de la habitación 303 del hospital.

Allí un equipo formado por un médico forense, el director y un juez, desconectaron todas las máquinas que facilitaban la supervivencia del hombre. El médico se acercó al cuerpo y revisó los últimos detalles para determinar su defunción mientras el juez anotaba algo en una libreta. Ante toda la expectación formada el director cubrió la cara de hombre con la sábana para colocar el punto y final de aquella historia. Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, la sabana se levantó y cayó a un lado de la cama. El cuerpo se irguió mostrando a un señor muy lúcido que observaba todo a su alrededor con asombro. Tanto el director como el médico y el juez mostraron una mueca de horror que fue acompañada por el resto de sanitarios que observaban la escena desde la puerta.


Fue el director quien, con voz temblorosa, le preguntó su nombre y su identificación, sin embargo, él no pareció oírle o, tal vez, pensó que aquello no era de importancia porque sus únicas palabras fueron: «Es demasiado tarde, ya habéis extinguido a la humanidad». Después volvió a quedarse sumido en un profundo sueño del que nunca más despertó.

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