Fueron muchos los
transeúntes que se percataron de la extraña presencia en la orilla de la playa,
amaneció con un hombre abrigado para la nieve y las botas cubiertas de arena. Algunos
de los allí presentes restaron importancia al hecho diciendo que debía de
tratarse de un borracho; en cambio, los más osados aseguraban que se trataba de
un cadáver que el mar había expulsado desde lo más profundo. Los servicios de
asistencia sanitaria junto con la policía no se demoraron mucho ante aquel curioso
caso sin antecedentes de un pequeño pueblo.
Las fuerzas del orden
acordonaron la entrada mientras los sanitarios atendían al hombre. Primero, le
intentaron despertar, le gritaron y lo zarandearon. Luego, le tomaron el pulso,
le quitaron toda la ropa que llevaba puesta sin explicarse cómo era posible que
no sudase en pleno verano. Finalmente, atestiguaron que no se trataba de un
cadáver sino de un hombre inconsciente sin documentos que le identificasen ni
forma de conocer cómo había llegado hasta allí. El doctor que lideraba al
equipo de sanitarios resolvió llevarle a la sala de observación del hospital
hasta que el hombre se recuperase.
A pesar de las
discrepancias de algunos policías por la decisión tomada del médico, terminaron
por aceptar su mandato y el hombre fue trasladado al hospital donde estuvo vigilado
noche y día por otras enfermeras y doctores que no escapaban de su asombro.
Transcurrieron semanas, cada día que pasaba los médicos perdían las esperanzas
de que el hombre despertase. Su corazón latía, sus pulmones respiraban, parecía
dormir plácidamente, sin embargo, su cerebro se negaba a trabajar.
Pasaron los meses hasta
que el director del centro decretó que había llegado la hora de dejar esa cama
libre para que otro paciente con más esperanzas se recuperasen. La noticia
corrió por el hospital como la pólvora y, a la una y media del mediodía de un
24 de diciembre, todos aquellos que se había encargado de mantener la salud del
misterioso hombre se arremolinaron delante la puerta de la habitación 303 del
hospital.
Allí un equipo formado
por un médico forense, el director y un juez, desconectaron todas las máquinas
que facilitaban la supervivencia del hombre. El médico se acercó al cuerpo y
revisó los últimos detalles para determinar su defunción mientras el juez
anotaba algo en una libreta. Ante toda la expectación formada el director
cubrió la cara de hombre con la sábana para colocar el punto y final de aquella
historia. Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, la sabana se levantó y
cayó a un lado de la cama. El cuerpo se irguió mostrando a un señor muy lúcido que
observaba todo a su alrededor con asombro. Tanto el director como el médico y
el juez mostraron una mueca de horror que fue acompañada por el resto de
sanitarios que observaban la escena desde la puerta.
Fue el director quien,
con voz temblorosa, le preguntó su nombre y su identificación, sin embargo, él
no pareció oírle o, tal vez, pensó que aquello no era de importancia porque sus
únicas palabras fueron: «Es demasiado tarde, ya habéis extinguido a la
humanidad». Después volvió a quedarse sumido en un profundo sueño del que nunca
más despertó.
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