El cielo estaba ocupado
por enormes tubos metálicos de diferentes tamaños, recordaban a los tubos de un
órgano de iglesia del revés. De cuando en cuando emitían un vapor sonrosado;
algunos ya estaban oxidados por el paso del tiempo y perdían ese vapor por el
camino. Los habitantes de la zona daban por hecho que aquello debía de ser
igual en todas partes pues los abuelos de sus abuelos siempre les habían contado
que esos tubos eran un obsequio de los Dioses.
Una joven siempre paraba
a su regreso de la escuela y los observaba detenidamente. Desde que era un bebé
y sus padres la paseaban, le gustaba mirarlos y escuchar los sonidos que
emitían al lanzar vapor. Un día, el tubo más oxidado se desprendió del resto
formando una gran confusión al caer en un parque donde jugaban unos niños.
Todos los que lo vieron huyeron despavoridos del lugar y esperaron que llegasen
las autoridades a fin de restablecer el orden.
La joven, que acababa
de salir de la escuela, vio todo lo ocurrido y se dirigió al parque a toda
prisa. Al llegar notó que el lugar estaba desierto; uno de los tubos había
caído encima de la rama de un árbol y la había partido por la mitad. Se acercó
despacio a examinar el tubo a la vez que escuchaba algunos gritos que no supo
identificar su origen. Sin embargo, lo que sí identificó fue una extraña luz
azul que brotaba del hueco dejado por el tubo al lado de sus compañeros. La
chica observó el agujero con cuidado, ensimismada en ese nuevo color que nunca
antes había visto.
Trepó por el árbol hasta
una de las ramas más altas y, desde ahí, saltó sin pensarlo a uno de los tubos
que colgaban y siguió trepando hasta llegar al hueco. Con sumo cuidado de no
resbalar, atravesó el hueco con sus brazos; el rayo de luz le cegó sin dejarle
distinguir qué había al otro lado. Oyó voces a sus pies y, tras lanzar un
vistazo al suelo, vio un grupo de personas que se arremolinaban alrededor del
tubo caído con los ojos puestos en ella. Gritaban algo que no logró descifrar;
entre los tubos el sonido se perdía junto con el silbido del vapor. Y, antes de
que los brazos le fallasen, realizó un último esfuerzo para atravesar su cabeza
al otro lado del agujero.
Tardó varios minutos en
acostumbrarse a aquella potente luz cegadora pero cuando consiguió abrir los
ojos distinguió una infinidad de colores que la dejaron perpleja. Con sus
últimas fuerzas cruzó todo su cuerpo al otro lado de agujero. El suelo era
metálico, formado en su mayoría por los mismos tubos que había visto durante
toda su vida. Sin embargo, el resto del paisaje tenía colores de muy diversas
tonalidades, vio árboles totalmente diferentes a los suyos; eran de color
verde. El cielo también era distinto, no había tubos, solo un inmenso foco de
luz dorada en mitad del azul.
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