El casero desaparece
cerrando la puerta tras de sí, Ronald echa un último vistazo a lo que será su
nuevo hogar durante los próximos meses hasta finalizar sus estudios de medicina
y poder comprar la casa de sus sueños. Después recoge sus maletas del salón y
se dirige a su nueva habitación para desempaquetar todas sus cosas y ordenarlas
en el armario. Cuando consigue guardar la última percha recuerda que debe hacer
la compra si quiere tener algo para echarse a la boca, primero abre al nevera
llena de manchurrones color marrón con forma de dedos y manos. El interior de
la nevera da la misma pena que la casa en general, solo un pack de seis latas
de cerveza espera su turno en el fondo de la nevera. Ronald lanza un suspiro y
revisa el resto de la cocina intentando hacer inventario; tras ver todos los
armarios vacíos decide ir al supermercado.
Escribe una breve lista
con los artículos prioritarios, coge un billete de color azul para evitar
salirse del presupuesto mensual y sale de casa. Instintivamente vuelve a pulsar
el botón del ascensor recordando al instante su avería. Lanza otro suspiro al
darse cuenta que realizará más ejercicio subiendo y bajando escaleras del que
le gustaría. Por el camino se encuentra con una anciana de unos noventa años,
encorvada, con la mitad del pelo negro y la otra mitad blanco, la cara arrugada
como una pasa y el pellejo de su brazo baila con cada paso. Carga dos bolsas de
la compra más grandes que ella y se tambalea de un lado a otro a punto de
perder el equilibrio.
-Señora, ¿me permite?
-Muchas gracias hijo, pero no quiero molestar. -dice con una sonrisa algo dantesca.
-Tranquila, no es problema. -Se agacha para coger las bolsas.
-Esa manera de hablar… ¿tú no eres de aquí, verdad?
-No señora, yo soy cubano. Llegué hoy.
-¡Oh!
Qué bien está eso, hace falta gente joven, aquí ya no queda ningún joven
La anciana libre del
lastre, continúa su escalada con ligereza hasta detenerse en la planta de
Ronald; saca una llave y abre la puerta de enfrente.
-Muchas gracias hijo, espero que reparen pronto ese
condenado ascensor, lleva semanas así.
-Está bien, cualquier cosa que necesite puede
decírmelo, yo vivo ahí. -dice
Ronald señalando la puerta de enfrente.
-¿Somos
vecinos? Qué bien saberlo, nos veremos pronto joven.
La anciana mete sus
bolsas en el recibidor y cierra la puerta con firmeza, Ronald oye como gira el
pestillo y pasa la cadena de la puerta. Sus tripas vuelven a avisarle que
necesitan ser rellenadas y baja las escaleras para ir al supermercado.
De vuelta con
provisiones, Ronald repuso la nevera y algunas estanterías con artículos básicos.
Luego hirvió un puñado de arroz mientras en otra sartén freía un plátano.
Engulló la comida sin salir de la cocina, de pie delante de la encimera, dejó
los platos en el fregadero para limpiarlos a su regreso y salió deprisa con su
uniforme hacía el trabajo con miedo que le reprendiesen por llegar tarde.
Ronald no tenía
conocidos en la ciudad, la universidad solo la pisaba para estudiar y sus
compañeros de trabajo eran cordiales a excepción de su encargada, Marta, que
siempre le hacía comentarios respecto a su acento y, también, fue ella quien le
puso el mote de «Cubanito» en honor a uno de los platos que servían en el menú.
Ronald hacía oídos sordos antes aquellas vejaciones y continuaba con su labor
para terminar lo antes posible.
-Muy bien «Cubanito», ya puedes ir adecentando el
local para mañana. Yo me marcho ya, Luis te ayudará a cerrar. -dijo Marta mientras salía a la calle.
-No se lo tengas en cuenta. Es así con todos los
nuevos, en cuanto llegue otro dejará de prestarte atención. Supongo que lo hace
para reafirmar su autoridad delante de los empleados. -le aconsejó Luis.
-Lo
sé, eso no me preocupa. Si estoy aquí es por la plata, lo demás me da igual.
A su regreso, Ronald encontró
un paquete en la puerta de casa. Lo recogió extrañado ya que no recordaba haber
realizado ningún pedido. Cuando entró en casa lo abrió para descubrir que se
trataba de un apetitoso bizcocho de zanahoria junto con una nota que decía «Muchas
gracias por ayudarme esta mañana, tu vecina». Ronald esbozó una sonrisa al
darse cuenta de que su buena acción del día había sido recompensada. Dejó el
pastel sobre la encimera y se tumbó en la antigualla de sofá, dejó caer sus
zapatos al suelo sintiendo un gran alivio en los pies y se quedó medio dormido
delante del televisor. En mitad de la noche unos fuertes porrazos en la puerta
le despertaron; la televisión seguía encendida. Se dirigió a la puerta y miró
por la mirilla sin ver a nada, entreabrió la puerta y asomó la cabeza al
descansillo; allí no había nada. Ronald pensó que debía de tratarse de la
televisión y la apagó. Después se metió en la vieja cama que crujía a cada giro
hasta que se durmió.
Continuará…
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